jueves, marzo 18, 2010

Diálogos

Los encuentros siguieron un tiempo largo. Largo: es decir que no sé cuánto pero sé que es más de lo que hubiera querido. Me esperaba en la esquina con un cigarrillo que temblaba entre su mano y su boca, mirando para otro lado, sacudiéndo la cabeza para relojear a las chicas que pasaban un segundo después de que empezaran a darle la espalda. Cobarde. Sólo llevaba forros porque no quería escuchar mis gritos de escándalo, de no te importo, sos un inconciente. Tenía los labios gruesos y la barba apenas crecida. Siempre desprolijo, siempre con un dejo de estar viviendo diez años atrás.

Lo veía desde el taxi y no me creía a mí misma. Le pedía al taxista que me dejara a mitad de cuadra, para que no sospeche, no, cómo yo, una señora fina, elegante, de su casa, iba a bajarme en esa esquina para ir a él sabe qué lugar que queda ahí cerca. No, no. Ahí, a media cuadra, voy a ver a un cliente, qué barrio este, eh.

Estoy en la habitación. Lo beso una vez, otra, interminable. Lo acaricio. Como un volcán, explota: le digo que lo quiero, que no me deje, que lo necesito. Rebota su dedo en mi nariz. Sonríe, gira la cabeza, clava los ojos en la pared unos segundos. Se levanta y se viste. En silencio. Todavía no sonó el teléfono. Todavía queda tiempo. ¿Qué hace? ¿Se quiere ir? Lo miro. Me prohibo pensar y lo miro. Levanta mi camisa del piso.

¿Nos vamos?